Ruina y felicidad
por Carlos Ruvituso
Alguien dijo una vez que la posibilidad más propia que una obra tiene desde su origen no es la de tocar la cuna de su esplendor o de alcanzar la fama, frecuentemente efímera o inasible, sino la de su ruina. Ya sea por una pérdida, ya por la acción corrosiva del tiempo, ya por el olvido irremediable, una obra es aquello que siempre puede derrumbarse.
Pero este dijo aún más. Dijo que el problema no concernía tanto a las obras sino a nosotros mismos, que creíamos estar entre ellas como en nuestra propia casa. Y dijo finalmente, titubeando, que cada uno de nosotros estaba consignado a asumir la ruina de las obras, porque de no hacerlo, nuestra morada en el mundo se convertiría en un exilio.
Tal vez dijo demasiado. No sabemos. Lo que sabemos es que pronto cayó en un silencio de tumba al que no le podemos arrancar más razones.
Más si esto es así, y la auténtica ruina de la obra está en nuestra incapacidad de donarla y recibirla en cuanto tal, tal vez la única posibilidad de rescatar una imagen del inagotable movimiento de descomposición en el que se nos pierde, sea hallar en ella el conflicto de su propia aparición. Entonces la intervención sobre aquella caería en un suspenso y poseeríamos, al menos por un instante, la posibilidad de mirarla.
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Echemos entonces un ojo sobre estas imágenes; pues es posible que lo que se expone aquí no sea siquiera una obra, sino el intento reiterado y trabajoso de expresar aquel conflicto y de hacerlo visible.
Tenemos entonces los cuadros; aún no los hemos descompuesto en una serie de elementos técnicos, ni hemos interpretado su contenido; tenemos, por así decirlo, las imágenes como una suerte de síntesis de ambos aspectos. En estas vemos figuras o signos. Ni siquiera: más bien vislumbramos unas figurillas que exponen por un lado, la serie de facetas de un cuerpo desnudo, y por otro una especie de espacio cósmico en plena ebullición. Ambas, sin embargo, están desfiguradas por un trazo.
Tenemos entonces una mezcla de figuras y, por así decirlo, desfiguras. Más, ¿hacia dónde indican las huellas de ese trazo?, es decir, ¿hacia dónde nos llevan sus líneas? ¿Se trata de ver en ellas un movimiento que va del centro a la periferia (a), o de un retorno desde los márgenes hacia el origen (b)?
Es decir, en el caso del cuerpo, ¿se trata de un movimiento de descomposición o de integración? Y en el caso del espacio, ¿se trata de un declive o de una reconstrucción de sus estructuras? No hay sin embargo indicios del sentido o la dirección de estos movimientos.
Tenemos entonces muy poco, casi nada; no tenemos una interpretación positiva, pero tampoco siquiera una negación a seguir mirando; ¿o quizás ya lo tenemos todo y no sabemos bien cómo? En todo caso tenemos entonces las huellas de un problema; es decir, sabemos que algo pasa, que algo ha sucedido allí; y ¿qué ha sido aquello?, ¿una catástrofe?, ¿una caída?, ¿una muerte?, ¿un nacimiento? Arriesgar cualquiera de ellos es decir demasiado.
Tenemos entonces, finalmente, solo una paradoja formulable en estos términos: ¿las figurillas están incompletas y los trazos las descomponen, o es el revés, y de los trazos dispersos surgen las figurillas?, ¿Qué es primero?, ¿el fragmento o el todo?, ¿el centro o la diseminación? Y si son simultáneos, ¿cómo es que coinciden en la imagen?
Vemos entonces que el conflicto no es sino el de la paradoja en la exposición de la ruina misma, presente en cada obra: es decir, de cómo devolverle a esa caída la estructura misma del derrumbamiento en su dinamismo sin limitarse a una mera representación. Más a su vez, si es cierto que la ruina es tan originaria como la obra misma y contemporánea incluso a su esplendor, es decir, que no es exactamente una “caída”, ¿No es aquella indescifrable y todo intento de pensarla nos arroja hacia el exilio?
Más tal vez hemos intervenido demasiado, dándole movilidad y dinamismo a un cuadro que es en principio algo inmóvil. ¿Qué es entonces lo que sucede allí y se muestra detenido?
Volvemos al cuadro y vemos ahora que todo está quieto. Y sin embargo, la imagen aparece. Más aparece derrumbándose, y se derrumba manteniéndose inmóvil.
Y ¿quién dice que no es en el cuidado de estas ruinas, es decir, de aquello que en nuestro espacio y en nuestro cuerpo ya no es nuestro ni nunca lo fue, aquello que inmóvil se nos derrumba, y no en la inagotable consumación de una utopía mercantil, donde seamos capaces de detener nuestro exilio y hallarnos en posesión de la dicha? ¿Cómo pensar ese acontecimiento paradójico en el que vienen a coincidir en nosotros ruina y felicidad?
El desafío de mirar estos trabajos está entonces en comprender a la imagen como aquello que se nos muestra reiniciando en cada ojeada el instante de su expansión.